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lunes, 11 de julio de 2011

Apuntes hacia una identidad mexicana III: Octavio Paz



3. Octavio Paz
            Si Vasconcelos y Samuel Ramos marcaron la historia de nuestro país con sus reflexiones sobre la sociedad y cultura mexicana, Octavio Paz no puede quedar fuera de la lista de pensadores nacionales que dan importancia a México y lo sitúan dentro del panorama histórico mundial. El laberinto de la soledad apareció justo a la mitad del siglo XX, dejando una marca profunda en el pensamiento mexicano moderno. En esta obra, Paz restituyó al mexicano su individualidad histórica al tiempo que lanza una severa crítica de los acontecimientos históricos nacionales.
            En el primer capítulo de esta obra, Paz habla sobre el pachuco, aquel mexicano residente en los Estados Unidos, concretamente Los Ángeles, y que reniega de su origen. En el pachuco, vemos la autodenigración de la que Ramos nos habla en su Perfil del hombre y la cultura en México, con la ligera diferencia de que el pachuco no usa la autodenigración de sus orígenes para parecer europeo o, en este caso, americano; el pachuco no quiere ser mexicano, pero tampoco estadounidense, es una raza en suspenso perdida en el espacio y el tiempo. Las características del pachuco son, en gran medida, las del pelado y, a pesar del distanciamiento geográfico y cultural que mantiene con México, aún perviven en él características de nuestro país, por ejemplo la religión. El pachuco es creyente, cree que el mundo se puede redimir, que el pecado y la muerte constituyen el fondo último de la naturaleza humana:
En cambio los mexicanos, antiguos ó modernos, creen en la comunión y en la fiesta; no hay salud sin contacto. Tlazoltéotl, la diosa azteca de la inmundicia y la fecundidad, de los humores terrestres y humanos, era también la diosa de los baños de vapor, del amor sexual y de la confesión. Y no hemos cambiado tanto: el catolicismo también es comunión. (Paz, 2000: 27)
            En "Máscaras mexicanas", segundo apartado del Laberinto de la soledad, Paz describe así al mexicano:
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas palabras". En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo. (Paz, 2000: 32)
            En el primer apartado Paz reconoce la obra de Samuel Ramos utilizada para este ensayo. Es evidente la influencia de este pensador en el párrafo antes citado de Paz, así como en las líneas que están por venir. Paz reconoce en el mexicano su aspecto introvertido. El mexicano es individual y no necesita de otros para subsistir. Prefiere quedarse callado a pedir ayuda. En la cita anterior, la existencia del pelado y del mexicano de la ciudad confluyen y se funden en uno mismo. Y es que el mexicano finalmente es el mismo sin importar la clase social. Ya sea por sangre o por aculturación, el mexicano es un mestizo que lleva en su psique la historia tropezada de este país que es México.
            Y así como Ramos apunta que el pelado es de «muchos güevos», Paz dice que la "hombría" del mexicano consiste en no "rajarse", que a fin de cuentas es lo mismo. Es decir, ambos reconocen la necesidad del mexicano de mostrarse como un ser muy viril ante la sociedad. Para el mexicano, uno puede ser todo menos cobarde, la falta de valor hace de un individuo un sujeto de poca confianza.
            Dice Samuel Ramos que la característica principal del mexicano de la ciudad es la desconfianza, y Paz lo respalda al decir que el mexicano se caracteriza por su hermetismo, el cual es un recurso de recelo y desconfianza, la cual no es más que el resultado del largo proceso de sometimientos y abusos a los cuales nuestra cultura ha sido expuesta durante tantos siglos. A diferencia de otras culturas, el hombre mexicano no está dispuesto al combate, sino que se repliega y se muestra defensivo ante cualquier evento. El mexicano no busca la batalla, sino evitarla incluso antes de que suceda. El mexicano se distingue por su fuerza ante las desgracias:

El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad. (Paz, 2000: 34)
            El mexicano es amante de la Forma. La inclinación por lo cerrado y no lo abierto lo ejemplifica. La doble influencia cultural, indígena y española, nos ha acostumbrado a vivir con cierto ceremonialismo. La rutina rige nuestras vidas y se prefiere hacer todo con un orden ya establecido. Tenemos tendencia por el pensamiento ordenado, por el mundo de la fórmula y preferimos actuar de un mismo modo siempre a buscar constantemente nuevas maneras de hacer lo mismo. El mexicano es tradicionalista por excelencia.
Las complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la décima, por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestro Romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por las fórmulas —sociales, morales y burocráticas—, son otras tantas expresiones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama. (Paz, 2000: 37-38)
            En la esfera de las relaciones cotidianas, el mexicano procura que imperen el pudor, el recato y la reserva ceremoniosa. El pudor nace de la vergüenza que sentimos ante la desnudez propia o ajena. Y no es que nuestro cuerpo nos dé vergüenza, es algo que afrontamos con total naturalidad, pero las miradas extrañas nos sobresaltan porque el cuerpo descubre la intimidad. El pudor se convierte entonces en una cualidad defensiva y por eso la virtud que más estimamos en la mujeres es el recato, como en los hombres la reserva.
            La mentira es otra característica del mexicano, Mentimos por placer y fantasía, pero también para ocultarnos. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, en la amistar, en el amor. Con ella no pretendemos engañar solamente a los demás, sino a nosotros mismos. El simulador pretende ser lo que no es. Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente, nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y deseamos ser. Respecto a las mentiras amorosas, es interesante lo que Paz señala:
Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del mexicano. Pero es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi siempre eludimos los riesgos de una relación desnuda a través de una exageración, en su origen sincera, de nuestros sentimientos. Asimismo, es revelador cómo el carácter combativo del erotismo se acentúa entre nosotros y se encona. El amor es una tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a condición de que la entrega sea mutua. (Paz, 2000: 45)
            La disimulación es una característica del mexicano que, quizá, venga desde la Colonia. Dice Paz que el que disimula quiere hacerse invisible, pasar inadvertido. El mexicano disimula.: "Temeroso de las miradas ajenas, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco". (Paz, 2000: 46)
Defensa frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es revelador que la apariencia escogida sea la de la muerte o la del espacio inerte, en reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de rehusarse a las apariencias, pero también es una manera de ser sólo Apariencia. (Paz, 2000: 48)
            El mexicano tiene temor a las apariencias, por eso disimula su existencia hasta confundirse con su entorno. La disimulación mimética, es una de las tantas formas de nuestro hermetismo. El mexicano oculta su ser, a veces hasta negarlo.
            Por su ascendencia indígena y española, México es un país fundado en las tradiciones de culto, razón por la que nuestra cultura celebra fiesta siempre que puede. México se caracteriza por un espíritu festivo excesivo. Siempre festejamos algo: nacimientos, bautizos, bodas, quince años, divorcios, futbol, graduaciones, noviazgos, Semana Santa, Navidad, Día de muertos, cumpleaños, santos, fines de semana y un largo etcétera. Aquí todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para celebrar y escapar, aunque sea por un corto tiempo, de la rutina. En México se puede hablar prácticamente de un arte de la fiesta.
Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares. Los países ricos tienen pocas: no hay tiempo, ni humor. Y no son necesarias; las gentes tienen otras cosas que hacer y cuando se divierten lo hacen en grupos pequeños. Las masas modernas son aglomeraciones de solitarios. En las grandes ocasiones, en París o en Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios, es notable la ausencia del pueblo: se ven parejas y grupos, nunca una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente. Pero un pobre mexicano ¿cómo podría vivir sin esas dos o tres fiestas anuales que lo compensan de su estrechez y de su miseria? Las fiestas son nuestro único lujo; ellas sustituyen, acaso con ventaja, al teatro y a las vacaciones, al "week end" y al "cocktail party" de los sajones, a las recepciones de la burguesía y al café de los mediterráneos. (Paz, 2000: 52)
            Es en el plano de las fiestas donde los mexicanos poseen una de las más extrañas en todo el mundo y es la del Día de muertos. En esta fiesta, se cree que los muertos regresan del más allá para convivir nuevamente con sus seres queridos que siguen con vida. Durante estas fechas, que son en noviembre, se hacen ofrendas y fiestas en casas e iglesias. Distinto a otros países, en México la muerte no inspira temor, aquí uno se burla de ella, le hace canciones, la frecuenta, le rinde culto, duerme con ella, la festeja. La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia de morir sino también de vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta.
El mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, no trasciende su soledad. Al contrario, se encierra en ella. Habitamos nuestra soledad como Filoctetes su isla, no esperando, sino temiendo volver al mundo. No soportamos la presencia de nuestros compañeros. Encerrados en nosotros mismos, cuando no desgarrados y enajenados, apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más acá creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregamos jamás. Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte; nuestro grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte. (Paz, 2000: 70-71)


Bibliografía

        Paz, Octavio (2000). El laberinto de la soledad. FCE, México
        Ramos, Samuel (2011). El perfil del hombre y la cultura en México. Planeta, México.
        Vasconcelos, José (2010). La raza cósmica. Porrúa, México.



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