Casi desconocido apenas hace dos años, con la publicación de su libro inicial El llano en llamas (1953), Juan Rulfo atrajo poderosamente la atención de la critica y de los lectores enterados. Su inmediato prestigio nació de unos cuantos cuentos –sencillos algunos, complicados los menos– sobresalientes por la cualidad que ha de ser imprescindible en todo cuentista: la de saber "contar". Frases llanas, provistas de un poder afín a lo terrible y vibrando al transcurrir de argumentos desagradables, siembran esas páginas de premeditadas sorpresas aptas para asombrar incautos pero firmemente estructuradas con la tranquila desesperación de un ávido cálculo literario. Hechos insólitas, recogidos en monótonas maneras monologales, se incorporan a la literatura joven de México por medio de esa manía evocadora de Juan Rulfo. Su libro contiene el balance de varios años de aprendizaje y, con no pocas muestras, se sitúa entre los mejor logrados de nuestras últimas generaciones.
Pero no sólo los
temas y la forma de relatarlos hicieron que El
llano en llamas arrastrara tan repentinamente la curiosidad, a menudo
inclinada a preferir lo trágico, de los pocos que se interesan por la
literatura mexicana. Había ahí otro diestro ingrediente de igual importancia,
que entre nosotros ha sido pretexto, sobre todo desde que apareció la novela de
la Revolución, para armar "pastiches" cuyo dudoso valor literario
desciende en ocasiones por la cuesta baja de lo folklórico. Me refiero al uso
del lenguaje popular con intenciones artísticas. Rulfo, apartándose de esa
semitradición, adivina el alcance de las palabras en boca del campesino y,
además de explotar en su provecho la tradicional riqueza del habla circunscrita
a labios torpes aunque no carentes de malicia, sabe adaptar a su régimen
expresivo los giros y las significaciones de tales fórmulas maduradas por el
tiempo y atávicamente vivas en el trato diario de la gente. El buen uso, cuando
no el abuso, de esas frases lo lleva a elevar a dignidad artística lo
corriente, aquello que en el recodo de un camino se deja oír sin más propósitos
que señalar una cosa por su nombre o recordar un hecho pasajero. Como muy pocos
de los escritores que han desmedido su entusiasmo por redimir el habla popular,
Juan Rulfo, capta con probidad e inteligencia los matices favorables a la
creación de su obra.
Tal parece, pues,
que el cuento es el campo idóneo en que se ejercita la pluma de Juan Rulfo. La
novela es otra cosa. En ella no valen idénticas armas. La hermana mayor del
género exige tratamientos que apoyen una historia si no más dilatada sí menos
sujeta a un acontecimiento único. Rulfo ha pasado ahora de sus desvelos en el
cuento a los de la novela. Su Pedro Páramo es la primera prueba de ese ensanchamiento
en el cual, sin desmentir los aciertos arriba señalados, se arriesga a abordar
temas muy conocidos por él pero estructurados en diferente forma. Vuelve aquí
sobre análogas cuestiones: recrea en términos de sangre los más atroces
sucedidos, alienta en sus procedimientos monologales un similar espíritu y
rescata del habla coloquial giros que avivan las descripciones. En conjunto,
Pedro Páramo resucita sin desmerecimientos las cualidades de El llano en llamas.
Al buen escritor
pocas palabras bastan: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi
padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo." Y desde la entrada, tras
estas breves frases, el viejo Páramo, padre prolífico, amo y señor de aquellas
tierras estériles, domina los sucesos. Pero quizá no sea del todo su figura de
cacique despiadado la principal de la novela. Tampoco podría serlo el hijo que
describe algunas de las aventuras, ni las viejas histéricas que pueblan el
relato. Como trasfondo, el pueblo de Comala resulta la más perdurable presencia
y son sus destruidos muros la mayor verdad de esta obra imaginaria. Por sus calles
dan traspiés los borrachos, en sus casas se conspira contra la tranquilidad, en
su cementerio sobreviven las voces de quienes sombrearon con sus cuerpos y sus
pasiones el paisaje de pasadas épocas. Con violentos impulsos plásticos, Rulfo
evoca –y su novela no es otra cosa que
mera evocación– un enjambre de
rumores que animan a Comala, y los trae al presente como si auténticamente
estuvieran ocurriendo. La muerte de un hijo de Pedro Páramo deja en libertad su
hermoso caballo, que continúa corriendo y relinchando por obra y magia de los
espectros que invaden los capítulos. Los ladridos de perros ausentes encienden
la impasibilidad de la noche. Las blasfemias proferidas decenios atrás se
adelantan en el tiempo y siguen derramándose fervorosamente. Las campanas son
las mismas que antaño doblaron a muerto. Y el viejo, al través del libro,
persiste en el umbral de su casa, sentado en el cómodo equipal desde el que habría de desmoronarse "como si fuera un montón
de piedras”. Páginas antes, al contemplar el paso de un cortejo fúnebre, Pedro
Páramo había pensado: “Todos escogen el mismo camino. Todos se van”. Y esa
razón, constante siempre, resume en su persona el sentido general de la novela.
Crispa, también
aquí como en los cuentos de El llano en
llamas, el enamoramiento de Rulfo por las formas primitivas de ciertas
relaciones que hacen de la soledad el origen del encantamiento. El hombre y la
mujer aparecen tan cercanos uno del otro y tan propensos al pecado, que semejan
sólo el engañoso emblema de la naturaleza para reproducir la especie. En ese
huerto, los mejores frutos los corta Pedro Páramo. Promesas, insinuaciones
dinero y muerte son los argumentos que emplea para colmar su devoción por la
existencia. Frente a él y los demás, el sacerdote católico –que es la consciencia
secreta de hombres y mujeres– también desciende a su propia naturaleza humana y
desde el refugio del templo mira, rencorosamente, pasar la ráfaga de Pedro Páramo
como un signo vital que atropella la calma de aquel desierto. “Me acuso, padre,
que ayer dormí con Pedro Páramo. De que le presté mi hija a Pedro Páramo…”. Y
sólo Pedro no llegó nunca al confesionario “a acusarse de algo” y desmentir de
rodillas la fuerza ciega de su albedrío. Incólume, continúa siendo la
encarnación y el prestigio de la infamia. Pero, como un Adán sin paraíso, él
que crea la vida en torno, a tiempo ha advertido que “todos se van” y que por
encima de su indeclinable voluntad el triunfo postrero pertenecerá a la muerte.
El asesino paternal, hecho a batallas e intransigencias, se ve obligado a
resignarse ante el espectáculo cotidiano de la desaparición.
En el esquema sobre
que Rulfo se basó para escribir esta novela se contiene la falla principal.
Primordialmente Pedro Páramo intenta
ser una obra fantástica, pero la fantasía empieza donde lo real no termina.
Desde el comienzo, ya el personaje que nos lleva a la relación se topa con un
arriero que no existe y que le habla de personas que murieron hace mucho
tiempo. Después la llegada del muchacho al pueblo de Comala, desaparecido
también, y las subsiguientes peripecias –concebidas sin delimitar los planos de
los varios tiempos en que transcurren– tornan en confusión lo que debió haberse
estructurado previamente cuidando de no caer en el adverso encuentro entre un
estilo preponderantemente realista y una imaginación dada a lo irreal. Se
advierte, entonces, una desordenada composición que no ayuda a hacer de la
novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos
proporciona, se ha de exigir de una obra de esta naturaleza Sin núcleo, sin un
pasaje central en que concurran los demás, su lectura nos deja a la postre una
serie de escenas hiladas solamente por el valor aislado de cada una. Más no
olvidemos, en cambio, que se trata de la primera novela de nuestro joven
escritor y, dicho sea en su esquite, esos diversos elementos reafirman, con
tantos momentos impresionantes, las calidades únicas de su prosa.
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