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viernes, 7 de diciembre de 2012

El “Pedro Páramo” de Juan Rulfo (1955)


Por: Alí Chumacero

Casi desconocido apenas hace dos años, con la publicación de su libro inicial El llano en llamas (1953), Juan Rulfo atrajo poderosamente la atención de la critica y de los lectores enterados. Su inmediato prestigio nació de unos cuantos cuentos sencillos algunos, complicados los menos sobresalientes por la cualidad que ha de ser imprescindible en todo cuentista: la de saber "contar". Frases llanas, provistas de un poder afín a lo terrible y vibrando al transcurrir de argumentos desagradables, siembran esas páginas de premeditadas sorpresas aptas para asombrar incautos pero firmemente estructuradas con la tranquila desesperación de un ávido cálculo literario. Hechos insólitas, recogidos en monótonas maneras monologales, se incorporan a la literatura joven de México por medio de esa manía evocadora de Juan Rulfo. Su libro contiene el balance de varios años de aprendizaje y, con no pocas muestras, se sitúa entre los mejor logrados de nuestras últimas generaciones.

     Pero no sólo los temas y la forma de relatarlos hicieron que El llano en llamas arrastrara tan repentinamente la curiosidad, a menudo inclinada a preferir lo trágico, de los pocos que se interesan por la literatura mexicana. Había ahí otro diestro ingrediente de igual importancia, que entre nosotros ha sido pretexto, sobre todo desde que apareció la novela de la Revolución, para armar "pastiches" cuyo dudoso valor literario desciende en ocasiones por la cuesta baja de lo folklórico. Me refiero al uso del lenguaje popular con intenciones artísticas. Rulfo, apartándose de esa semitradición, adivina el alcance de las palabras en boca del campesino y, además de explotar en su provecho la tradicional riqueza del habla circunscrita a labios torpes aunque no carentes de malicia, sabe adaptar a su régimen expresivo los giros y las significaciones de tales fórmulas maduradas por el tiempo y atávicamente vivas en el trato diario de la gente. El buen uso, cuando no el abuso, de esas frases lo lleva a elevar a dignidad artística lo corriente, aquello que en el recodo de un camino se deja oír sin más propósitos que señalar una cosa por su nombre o recordar un hecho pasajero. Como muy pocos de los escritores que han desmedido su entusiasmo por redimir el habla popular, Juan Rulfo, capta con probidad e inteligencia los matices favorables a la creación de su obra.

     Tal parece, pues, que el cuento es el campo idóneo en que se ejercita la pluma de Juan Rulfo. La novela es otra cosa. En ella no valen idénticas armas. La hermana mayor del género exige tratamientos que apoyen una historia si no más dilatada sí menos sujeta a un acontecimiento único. Rulfo ha pasado ahora de sus desvelos en el cuento a los de la novela. Su Pedro Páramo es la primera prueba de ese ensanchamiento en el cual, sin desmentir los aciertos arriba señalados, se arriesga a abordar temas muy conocidos por él pero estructurados en diferente forma. Vuelve aquí sobre análogas cuestiones: recrea en términos de sangre los más atroces sucedidos, alienta en sus procedimientos monologales un similar espíritu y rescata del habla coloquial giros que avivan las descripciones. En conjunto, Pedro Páramo resucita sin desmerecimientos las cualidades de El llano en llamas.

     Al buen escritor pocas palabras bastan: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo." Y desde la entrada, tras estas breves frases, el viejo Páramo, padre prolífico, amo y señor de aquellas tierras estériles, domina los sucesos. Pero quizá no sea del todo su figura de cacique despiadado la principal de la novela. Tampoco podría serlo el hijo que describe algunas de las aventuras, ni las viejas histéricas que pueblan el relato. Como trasfondo, el pueblo de Comala resulta la más perdurable presencia y son sus destruidos muros la mayor verdad de esta obra imaginaria. Por sus calles dan traspiés los borrachos, en sus casas se conspira contra la tranquilidad, en su cementerio sobreviven las voces de quienes sombrearon con sus cuerpos y sus pasiones el paisaje de pasadas épocas. Con violentos impulsos plásticos, Rulfo evoca y su novela no es otra cosa que mera evocación un enjambre de rumores que animan a Comala, y los trae al presente como si auténticamente estuvieran ocurriendo. La muerte de un hijo de Pedro Páramo deja en libertad su hermoso caballo, que continúa corriendo y relinchando por obra y magia de los espectros que invaden los capítulos. Los ladridos de perros ausentes encienden la impasibilidad de la noche. Las blasfemias proferidas decenios atrás se adelantan en el tiempo y siguen derramándose fervorosamente. Las campanas son las mismas que antaño doblaron a muerto. Y el viejo, al través del libro, persiste en el umbral de su casa, sentado en el cómodo equipal desde el que habría de desmoronarse "como si fuera un montón de piedras”. Páginas antes, al contemplar el paso de un cortejo fúnebre, Pedro Páramo había pensado: “Todos escogen el mismo camino. Todos se van”. Y esa razón, constante siempre, resume en su persona el sentido general de la novela.

     Crispa, también aquí como en los cuentos de El llano en llamas, el enamoramiento de Rulfo por las formas primitivas de ciertas relaciones que hacen de la soledad el origen del encantamiento. El hombre y la mujer aparecen tan cercanos uno del otro y tan propensos al pecado, que semejan sólo el engañoso emblema de la naturaleza para reproducir la especie. En ese huerto, los mejores frutos los corta Pedro Páramo. Promesas, insinuaciones dinero y muerte son los argumentos que emplea para colmar su devoción por la existencia. Frente a él y los demás, el sacerdote católico –que es la consciencia secreta de hombres y mujeres– también desciende a su propia naturaleza humana y desde el refugio del templo mira, rencorosamente, pasar la ráfaga de Pedro Páramo como un signo vital que atropella la calma de aquel desierto. “Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro Páramo. De que le presté mi hija a Pedro Páramo…”. Y sólo Pedro no llegó nunca al confesionario “a acusarse de algo” y desmentir de rodillas la fuerza ciega de su albedrío. Incólume, continúa siendo la encarnación y el prestigio de la infamia. Pero, como un Adán sin paraíso, él que crea la vida en torno, a tiempo ha advertido que “todos se van” y que por encima de su indeclinable voluntad el triunfo postrero pertenecerá a la muerte. El asesino paternal, hecho a batallas e intransigencias, se ve obligado a resignarse ante el espectáculo cotidiano de la desaparición.

     En el esquema sobre que Rulfo se basó para escribir esta novela se contiene la falla principal. Primordialmente Pedro Páramo intenta ser una obra fantástica, pero la fantasía empieza donde lo real no termina. Desde el comienzo, ya el personaje que nos lleva a la relación se topa con un arriero que no existe y que le habla de personas que murieron hace mucho tiempo. Después la llegada del muchacho al pueblo de Comala, desaparecido también, y las subsiguientes peripecias –concebidas sin delimitar los planos de los varios tiempos en que transcurren– tornan en confusión lo que debió haberse estructurado previamente cuidando de no caer en el adverso encuentro entre un estilo preponderantemente realista y una imaginación dada a lo irreal. Se advierte, entonces, una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir de una obra de esta naturaleza Sin núcleo, sin un pasaje central en que concurran los demás, su lectura nos deja a la postre una serie de escenas hiladas solamente por el valor aislado de cada una. Más no olvidemos, en cambio, que se trata de la primera novela de nuestro joven escritor y, dicho sea en su esquite, esos diversos elementos reafirman, con tantos momentos impresionantes, las calidades únicas de su prosa.

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